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lunes, 26 de enero de 2015

Tomando café.

Juan Fco. Martín.

El otro día me tocó realizar gestiones en la administración pública. Acudí con cierto resquemor, ya que, habitualmente, significa largas esperas, cada vez más. Y no fue una excepción.

Calculadamente, me presenté a las 8:15, por aquello de buscar un equilibrio entre no retrasarme en mi trabajo y tampoco herir sensibilidades a quien pudiera parecerle temprana la hora. El caso es que la primera sorpresa desagradable fue que atendían a partir de las 9:00. ¡Como si los demás no tuviésemos derecho a planificar ordenadamente la jornada! Con resignación me dispuse a esperar pacientemente, lo que me dio la oportunidad de elaborar una hipótesis sobre la tardía hora de inicio de la atención.

Basándome en el contrastado método de la observación, tan longevo como la humanidad (también conocido como cotilleo o golizneo), constaté
la llegada de un buen número de empleados públicos que fichaban el inicio de la jornada y, a renglón seguido y sin solución de continuidad, volvían a salir por la misma puerta donde me hallaba apostado esperando. Algunos se dirigían a las máquinas de café que había a la salida, para tomarlo en el exterior fumando y charlando. Otros se dirigían a los bares y cafeterías de la zona, supongo que a echarse algo al coleto para reunir energías con las que afrontar la larga travesía hasta la hora del desayuno. En definitiva, que colegí que lo tardío de la hora de comienzo del servicio al público se debía a la llamada flexibilidad horaria, aunque yo siempre había creído que su finalidad era conciliar la vida laboral y familiar.

Tras la interminable espera, y siendo el primero de la cola, una amable joven me atendió para decirme, rápidamente, que el asunto que me llevaba allí era muy técnico, por lo que necesitaría pedir hora para una consulta específica. Tras considerar la opción de montar en cólera, preferí poner cara de cordero degollado y lamentar los 45 minutos de larga espera, lo que sensibilizó a mi interlocutora, que me sugirió la posibilidad de “perderme” por las plantas superiores donde atendían los especialistas, previa cita, a ver si tenía suerte, recomendación que le agradecí.

Y así lo hice. “Desorientado”, ascendí a la zona de despachos, donde un conserje que, sin ninguna duda, superaba los 70, me recibió con cordialidad, a la vez que advirtiéndome que las consultas en aquel nivel debían estar concertadas. Tirando de ingenuidad y desconocimiento, el buen hombre se avino a razones y, con mucha amabilidad, fue a preguntar a un técnico si podía ayudarme.

Al cabo de unos minutos, volvió para acompañarme hasta un despacho, donde el referido especialista me invitó a sentarme y a exponerle mi consulta. Con más voluntad que acierto, me hizo recomendaciones que más parecían opiniones que referencias normativas sobre la materia. Ante mis dudas y preguntas específicas, consideró consultar con una compañera si tenía disponibilidad para asesorarme. ¡Y voilá! Resultó ser la poseedora del conocimiento técnico-legal que necesitaba. Aunque la respuesta no era propicia para mis intereses, fue precisa, clara y fundamentada en la legislación. En pocos minutos echó por tierra mis planes y salí de allí cabizbajo y maldiciendo, votando a tal y a cual, pero agradecido por su valiosa ayuda.

Y como con ella, con las otras personas que me atendieron previamente, exhibiendo comprensión, talante y, en definitiva, vocación de servicio. Porque, más allá de la lamentable casuística que todos conocemos y sufrimos, cada día un amplio número de empleados públicos se gana su sueldo honradamente acercando los recursos públicos a los ciudadanos, con una sonrisa, una palabra amable, incluso cariño, y el deseo de ayudarles a resolver sus problemas y necesidades.

Rompo una lanza por esos anónimos servidores públicos que, en la mayoría de las ocasiones, nos alegran el día con su conocimiento, eficacia, apoyo y buena voluntad.



Gracias por compartir y que tengas un estupendo día.


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