El otro día me tocó realizar gestiones en la administración
pública. Acudí con cierto resquemor, ya que, habitualmente, significa largas
esperas, cada vez más. Y no fue una excepción.
Calculadamente, me presenté a las 8:15, por aquello de buscar un
equilibrio entre no retrasarme en mi trabajo y tampoco herir sensibilidades a quien
pudiera parecerle temprana la hora. El caso es que la primera sorpresa
desagradable fue que atendían a partir de las 9:00. ¡Como si los demás no tuviésemos
derecho a planificar ordenadamente la jornada! Con resignación me dispuse a esperar
pacientemente, lo que me dio la oportunidad de elaborar una hipótesis sobre la
tardía hora de inicio de la atención.
Basándome en el contrastado método de la observación, tan longevo
como la humanidad (también conocido como cotilleo o golizneo), constaté
la llegada de un buen número de empleados públicos que fichaban el inicio de la jornada y, a renglón seguido y sin solución de continuidad, volvían a salir por la misma puerta donde me hallaba apostado esperando. Algunos se dirigían a las máquinas de café que había a la salida, para tomarlo en el exterior fumando y charlando. Otros se dirigían a los bares y cafeterías de la zona, supongo que a echarse algo al coleto para reunir energías con las que afrontar la larga travesía hasta la hora del desayuno. En definitiva, que colegí que lo tardío de la hora de comienzo del servicio al público se debía a la llamada flexibilidad horaria, aunque yo siempre había creído que su finalidad era conciliar la vida laboral y familiar.
la llegada de un buen número de empleados públicos que fichaban el inicio de la jornada y, a renglón seguido y sin solución de continuidad, volvían a salir por la misma puerta donde me hallaba apostado esperando. Algunos se dirigían a las máquinas de café que había a la salida, para tomarlo en el exterior fumando y charlando. Otros se dirigían a los bares y cafeterías de la zona, supongo que a echarse algo al coleto para reunir energías con las que afrontar la larga travesía hasta la hora del desayuno. En definitiva, que colegí que lo tardío de la hora de comienzo del servicio al público se debía a la llamada flexibilidad horaria, aunque yo siempre había creído que su finalidad era conciliar la vida laboral y familiar.
Tras la interminable espera, y siendo el primero de la cola, una
amable joven me atendió para decirme, rápidamente, que el asunto que me llevaba
allí era muy técnico, por lo que necesitaría pedir hora para una consulta
específica. Tras considerar la opción de montar en cólera, preferí poner cara
de cordero degollado y lamentar los 45 minutos de larga espera, lo que sensibilizó
a mi interlocutora, que me sugirió la posibilidad de “perderme” por las plantas
superiores donde atendían los especialistas, previa cita, a ver si tenía suerte,
recomendación que le agradecí.
Y así lo hice. “Desorientado”, ascendí a la zona de despachos, donde
un conserje que, sin ninguna duda, superaba los 70, me recibió con cordialidad,
a la vez que advirtiéndome que las consultas en aquel nivel debían estar
concertadas. Tirando de ingenuidad y desconocimiento, el buen hombre se avino a
razones y, con mucha amabilidad, fue a preguntar a un técnico si podía ayudarme.
Al cabo de unos minutos, volvió para acompañarme hasta un
despacho, donde el referido especialista me invitó a sentarme y a exponerle mi
consulta. Con más voluntad que acierto, me hizo recomendaciones que más
parecían opiniones que referencias normativas sobre la materia. Ante mis dudas
y preguntas específicas, consideró consultar con una compañera si tenía
disponibilidad para asesorarme. ¡Y voilá! Resultó ser la poseedora del
conocimiento técnico-legal que necesitaba. Aunque la respuesta no era propicia
para mis intereses, fue precisa, clara y fundamentada en la legislación. En
pocos minutos echó por tierra mis planes y salí de allí cabizbajo y maldiciendo,
votando a tal y a cual, pero agradecido por su valiosa ayuda.
Y como con ella, con las otras personas que me atendieron
previamente, exhibiendo comprensión, talante y, en definitiva, vocación de
servicio. Porque, más allá de la lamentable casuística que todos
conocemos y sufrimos, cada día un amplio número de empleados públicos se gana
su sueldo honradamente acercando los recursos públicos a los ciudadanos, con
una sonrisa, una palabra amable, incluso cariño, y el deseo de ayudarles a
resolver sus problemas y necesidades.
Rompo una lanza por esos anónimos servidores públicos que, en la
mayoría de las ocasiones, nos alegran el día con su conocimiento, eficacia, apoyo y buena
voluntad.
Gracias por compartir y que tengas
un estupendo día.
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