Juan Fco.
Martín.
Reconozco que mis méritos en materia
de bricolaje difícilmente van más allá del cambo de bombillas, aunque sin
llegar a los fluorescentes, con cebadores, casquillos, balastos y otras trampas
endiabladas. Cuando estoy en racha, también me atrevo con los muebles de Ikea aunque, todo sea dicho, tampoco es para tirar cohetes.
Esta molesta torpeza manual me sitúa
en la equidistancia entre la admiración y la envidia respecto a las
personas habilidosas en la materia, y no me refiero precisamente a los profesionales. Hablo
de la gente “normal” que hace sus pinitos en casa, ya sea con la brocha, el
destornillador o el taladro. Son esas personas que disfrutan reparando,
instalando, renovando o creando, poniendo mimo y atención a los detalles,
esmerándose en lo que hacen porque les gusta y quieren hacerlo bien.
Me consuelo (sin mucho éxito)
pensando que cada cual es bueno en lo que es. Hay quienes tienen mayor facilidad para según qué cosas: buen oído para la música,
buena inteligencia espacial para orientarse o dibujar perspectivas, destreza con
los números, complexión atlética para conseguir buenas marcas deportivas… Pero no nos engañemos.