Juan Fco.
Martín.
Bien dicen que los niños son como esponjas porque lo absorben
todo. Y no me refiero a la etapa oral en la que descubren el sabor del mundo
llevándose todo tipo de objetos a la boca, sino a su asombrosa capacidad de
aprendizaje. Cada nueva situación supone una excelente oportunidad de conocer
cómo funciona ese mundo, de adquirir estrategias de éxito y descartar
comportamientos ineficaces.
Las teorías del aprendizaje también nos dicen que los adultos
tenemos una atención y memoria selectivas, orientadas hacia aquello que nos
interesa o nos resulta de utilidad. Visto lo visto, a veces creo que se trata
de un deterioro de las habilidades infantiles y que vamos mermando, o
limitando, nuestro desarrollo cognitivo por comodidad o tozudez.
Dejando a un lado las teorías personales fruto de la pérdida de la
ingenuidad y entusiasmo infantiles, hemos “optimizado” el mecanismo para aprender
lo que nos conviene, aunque no siempre sea lo adecuado. Y si no, ¿a cuenta de
que viene el dicho de que las personas somos el único animal que tropieza dos
veces con la misma piedra, por no decir dos mil?
Me explico. ¿Cuántas veces metemos la pata en la mera comunicación
diaria con los demás? ¿Cuántas veces decimos alguna inconveniencia? ¿Cuántas
veces ofendemos a los otros, aún sin pretenderlo, por no tener el suficiente tacto
con sus opiniones y sentimientos? Lo peor de todo es que, en muchas ocasiones,
ni siquiera somos conscientes, de tan centrados que estamos en nuestro propio
ombligo.
Posiblemente por comodidad,
nos aferramos a las cuatro reglas básicas que nos ubican con comodidad en
nuestro entorno, descartando otras posibilidades o, simplemente, no
molestándonos en considerarlas.
Y el caso es que no parece que hagamos mucho mejorar. Nos
limitamos a pensar o decir que no nos dimos cuenta, que no tuvimos intención de
causar daño o, incluso, justificaciones peregrinas alusivas a la imperiosa necesidad
de aclarar determinado asunto. Así somos, más burros que los burros, con todo
respeto a los cuadrúpedos, que nada tienen que ver con nuestras burradas.
La comunicación eficaz está
en la raíz del progreso de las civilizaciones en todos sus órdenes: social, político, económico, laboral… Y
las bases se ubican en las interacciones personales más elementales. Una vez
más me refiero a la tan manida y poco explotada Inteligencia Emocional.
Comunicar, interaccionar por
mejor decir, adecuadamente es el primer paso del éxito. Hoy quisiera referirme particularmente a la empatía, eso que todos sabemos
definir rápidamente, aunque no tengamos ni idea de lo que realmente significa
ni de cómo ponerla en práctica con provecho.
La empatía representa la
conexión emocional con la otra persona, implica dar la vuelta al cristal con el que miramos la situación
para verla como lo hace nuestro interlocutor. Y no es fácil. Muchas veces hay intereses contrapuestos o,
sencillamente, nos cegamos asumiendo que
las cosas son como nosotros las interpretamos cuando, en realidad, son poliédricas,
con tantas aristas como puntos de vista existan, todos igual de válidos.
Por ello, al interactuar con
otras personas, seamos generosos. Demos crédito a sus razonamientos, con
independencia de que no coincidan con los nuestros. No es necesario establecer
una competición a ver quién tiene razón, posiblemente ambos.
Seamos inteligentes, acojamos
la multidimensonalidad con los brazos abiertos y despleguemos las orejas a
ver si enriquecemos nuestro, cada vez más rígido y acotado universo. Seguro que
nos aportará aprendizajes de valor y nuevas e interesantes perspectivas con
posibilidades insospechadas.
¡Qué diantres! Seamos valientes y recuperemos aquellas felices sensaciones
infantiles de descubrir cada día el
mundo que nos rodea, sólo con cambiar la forma de mirarlo.
Gracias por compartir y que tengas
un estupendo día.