Posiblemente muchos recordarán aquel spot televisivo de una conocida marca de refrescos en el que, a la hora del desayuno, el chico de la obra paraba la faena para tomarse un respiro, luciendo morenazo y musculatura torneada, para deleite de un fiel público femenino. Con menos glamour, pero mucho más auténtico, todos los viernes aparece por la oficina el repartidor de agua. De enormes dimensiones y pura carne de gimnasio, se planta en la puerta, ocupando el marco en altura y anchura. Diríase que se trata de un anuncio de complemento vitamínico, o del primo de la marca de zumos. Pero no, cuando la vista llega hasta su cara, sería más acertado caracterizarlo para promocionar pasta dentrífica o, mejor aún, una auténtica declaración de alegría y felicidad.
Porque lo que realmente destaca, por encima de su fortaleza y descomunal tamaño, es la amplia sonrisa de oreja a oreja y no sólo en la boca, sino en los ojos y en todas sus facciones. Siempre acompañada de una breve carcajada como tarjeta de visita, parecería que se tratase de un joven Papa Noel si le pusiéramos barba blanca y rellenásemos su perímetro. Cualquier indicio amenazante desaparece al momento, proyectando cercanía y buen humor, siempre con una vitalidad contagiosa. Lo cierto es que es la alegría de la huerta y se nota.
Invariablemente, me asalta el mismo pensamiento cuando le veo.