Hace escasas semanas que se celebró la final de la segunda edición
de un conocido concurso televisivo de cocina con gran éxito de audiencia. Debo
confesar que me cogió fuera de juego, sorprendido por lo reciente que me había
parecido el desenlace de la primera entrega. Claro que, apenas unos meses
atrás, me asombraba lo rápido que han pasado los años desde la “movida
madrileña”, tras ver también un programa dedicado al evento. Y así, casi sin
darnos cuenta, se nos va pasando la vida.
El transcurrir del tiempo es inevitable. Querer parar el reloj es
lo mismo que intentar retener el agua entre los dedos. Lo que sí podemos hacer
es aprovecharlo y disfrutarlo. Ello no implica necesariamente mantenerse
atareados en todo momento, con cuatro o cinco calderos al fuego a la vez,
puesto que, posiblemente, terminará quemándose la comida. Igual de válido es
estudiar, leer, ver la televisión, dormir o charlar. Se trata de hacer lo
adecuado en cada momento y, sobre todo, intentar pasarlo bien.
Efectivamente, por escasa que sea la disponibilidad que tengamos, propongámonos
disfrutar de las actividades que nos ocupen y hacer lo que nos gusta siempre sea
posible. En lugar de quejarnos de lo poco que podemos atender, busquemos la
forma para que sean momentos de calidad. Esos que dejan la buena sensación de
haberlos aprovechado, una impronta de bienestar. No siempre serán divertidos,
pero igual de válida es la satisfacción que queda cuando acometemos aquello que
sentimos que es nuestra responsabilidad.
Lo mismo reza en el ámbito familiar o social. Seamos conscientes
de compartir buenos momentos, que merezcan la pena. Esos que, al final del día
y con el paso de los mismos, recordamos con agrado. Es cierto que siempre, o
casi, hay un mañana donde resolver o enmendar cuestiones pendientes pero, ¿para
qué esperar a mañana? Mejor disfrutar del hoy y del mañana que perder esos momentos.
De igual forma que ocurre con las aficiones y las relaciones
personales, el ámbito laboral